PAZ ALIENÍGENA
Los misiles caían como gotas de lluvia en una
tormenta, llevándose consigo edificios, casas, autos, árboles y personas. Muchas.
Hombres, mujeres, niños, que desaparecían al instante como por arte de magia.
Pero eso no era magia, era la guerra, o al menos un tipo de guerra muy extraña.
Hacía meses que había comenzado de forma sorpresiva, pero siempre estuvo
latente la posibilidad de que eso sucediera. Durante años el hombre fabricó sus
armas para defenderse, para protegerse, para luchar por sus intereses a toda
costa, pero en el año 2.290 sus intenciones se volvieron en contra, y ya fue
muy tarde para revertir la situación.
Entre escombros y edificios destruidos, Velland y
su perro escapaban por las calles de lo que supo ser una ciudad. Las bombas
caían sin piedad, y no dejaban nada en pie. Velland veía madres llorando,
hombres desconcertados, hijos perdidos. Quería ayudar a todos, pero ya nada
podía hacer: debía huir y encontrar refugio.
Velland se perdió mirando el cielo, porque sabía
que la razón de lo que sucedía se ocultaba detrás de las nubes de polvo. Tenía
formas extraterrestres, tenía formas de venganza. Kil ladró para que su amo
volviera en sí, y juntos continuaron escapando. Una abeja de metal pasó zumbando
muy cerca, y se coló por la puerta de una casa para hacerla estallar en
pedazos. Hombre y perro corrieron para salvar sus vidas; corrieron sin rumbo
para intentar evitar un final predecible.
Una nueva bomba estalló cerca de Kil, y la furia
de la explosión lo arrojó lejos. Lastimado intentó levantarse, pero no pudo.
Vellard se acercó a su mascota, que se lamía las heridas.
–Amigo… –dijo acariciando su lomo–. Esto es culpa
nuestra, del hombre. Te pido perdón en nombre de todos nosotros. Somos los
responsables.
El perro ladró, y Vellard comprendió que su
compañero lo perdonaba.
–Fuimos muy pedantes. Siempre creímos que podíamos
hacer lo que nos plazca. Destruir bosques, contaminar mares, aniquilar
especies. Y que nadie nos detendría. Hasta creímos que podríamos vencer a los invasores.
Que no eran invasores, eran simples visitantes de otros mundos que venían a
ayudarnos. Pero con terquedad, preferimos atacarlos. Y ahora pagamos.
Perdonanos por ser tan engreídos y descuidados, amigo. Ahora nos enteramos que
son una raza pacífica, que odian las armas. Es más, carecen de ellas. Y
eligieron destruirnos con nuestras propias armas, con las que los atacamos a
ellos. Nos castigan con lo que creímos que nos defendíamos. Ellos buscan la paz
en el universo, y con nosotros no la podrán encontrar.
Kil ladró nuevamente, y lamió la mano de su amo.
Vellard miró el cielo. La nube de polvo se había disipado un poco, y pudo ver
la nave alienígena que lanzaba los misiles.
–A mí tampoco me queda mucho más, Kil. A mí
tampoco –Vellard abrazó a su perro y esperó que todo terminara.